He sido amigo de algunos políticos, pero he dejado de serlo porque, después de un tiempo, ya no los puedo reconocer. Dentro de sus partidos se transforman y dejan de ser lo que eran. Por lo general abandonan sus valores y adquieren vicios como la arrogancia, esa omertá a la que llaman "lealtad", y la mentira. No creo que los políticos puedan tener amigos. Cuando se incorporan a sus partidos y comienzan a asumir responsabilidades, se transforman en peligrosos predadores de los que conviene estar siempre lejos, por salud corporal y ética.
Después de algunos años en la política, me resulta imposible reconocer a los viejos amigos. No queda nada de aquel joven con ímpetu e ilusiones, capaz de ser generoso, con el que uno podía sentirse a gusto. Desde que se hizo político profesional y se integró en el "partido", dedicándose en cuerpo y alma al dominio de sus congéneres, ya no puede ser amigo de nadie ajeno a su propia tropa porque, aunque la gente no lo sepa, el mundo actual ya no se divide en derechas e izquierdas, ni siquiera en ricos y pobres, sino en dominadores y dominados. Ningún predador puede ser amigo de su víctima, del mismo modo que un zorro no puede pasear amigablemente con un pollo o con una gallina porque siempre termina comiéndoselos.
El oficio de político es duro y no es cierto que sus vidas sean todo lo cómodas y fáciles que muchos creen. Cuando uno abandona la manada para convertirse en perro de presa, lo primero que logra es ser también víctima del miedo. Consciente de que explota, engaña y domina a las ovejas, siempre teme que el rebaño se rebele y se vengue con dignidad de los perros. Sin darse cuenta, se convierten en seres solitarios y escasamente humanos, incapaces de construir pensamientos nobles y de relacionarse de igual a igual con sus semejantes, ni siquiera con sus familias y con los que les llaman "amigo" sin ser ya otra cosa que pelotas y aduladores. La vida les obliga a desconfiar de todo y siempre sienten próximo el puñal de la venganza de los oprimidos. Se dedican a esparcir miedo porque nada es tan eficaz como el miedo para dominar al rebaño. Intentan minar el entusiasmo de los ciudadanos con frases muy estudiadas y probadas. Mienten hasta el cansancio y construyen con sumo cuidado la división, la envidia, el terror y otros sentimientos que disgregan, degradan y aíslan a los humanos. Han aprendido bien la primera lección del "Manual del Depredador", la que explica que el rebaño, dividido y asustado, es impotente y nunca puede representar un peligro, aunque le explotes y humilles, aunque le aplastes y extermines.
Es cierto que algunos políticos se libran de ese proceso diabólico de deterioro humano y moral, pero nueve de cada diez sucumben y el que se libra se convierte en cómplice silencioso porque sigue conviviendo con los depredadores sin denunciarlos.
Con sus mentiras y lenguaje bien estudiado, logran que pensemos que ellos son los "salvadores" y la "solución" de dramas que ellos mismos han creado. Cuando consiguen que los ciudadanos nos sintamos inseguros, confundidos y divididos, entonces el camino ha quedado libre para que ellos practiquen el dominio y recojan la cosecha sabrosa del reparto del botín de privilegios y ventajas, un cóctel delicioso que hace que el dirigente se sienta como un dios, dueño de los destinos y hasta de las vidas del prójimo, que le permite dar trabajo a unos y quitárselo a otros, repartir o arrebatar contratos y riqueza, elevar a los del bando propio y hacer desgraciados a los adversarios, consentir a los esclavos y hundir a los miembros del rebaño que desean ser libres.
La división del mundo entre amos y esclavos, entre dominadores y dominados, entre zorros y gallinas, es una realidad, quizás la más antigua, antidemocrática, antihumana y sucia de nuestra historia universal, pero nunca como ahora, dentro de las falsas democracias que gobiernan muchos países del planeta, se ha hecho tan real, cruel y dolorosa porque los predadores, que antes mantenían su dominio amparados en la violencia y la fuerza, ahora lo hacen cobijados en la mentira, el engaño y la más profesional e intensa de la hipocresías.
En el pasado, los dominadores, integrados en nobleza, clero y milicia, vivían alejados de la plebe, separados por distancias de clase y de dinero casi insalvables, pero hoy el juego de la falsa democrática obliga a los zorros a vivir al lado de las gallinas, a que los gatos y los ratones estén pavorosa y lamentablemente juntos.
Ese juego de proximidad obligada entre los explotadores y los explotados ha convertido al ciudadano en un ser desgraciado y al político en un peligroso enfermo. Esa enfermedad colectiva de los dominadores es la verdadera clave de nuestro tiempo, la que está convirtiendo nuestro mundo en un fracaso insoportable.
Tras desempeñar cargos como el de ministro de Sanidad (1974-1976) y el de Asuntos Exteriores (1977-1979) en el Reino Unido, David Owen, médico de profesión, se concentró durante siete largos años en la medicina y en la investigación del cerebro humano. Durante este tiempo, el inglés ha desarrollado una tesis sobre este "síndrome de 'hybris'", para él un desorden de personalidad cuyos síntomas serían el aislamiento, el déficit de atención y la incapacidad para escuchar a cercanos o a expertos. David Owen (In Sickmess and in Power, 2008) explica que el dominio del poder
ocasiona cambios en el estado mental y conduce a una conducta arrogante, por lo que las enfermedades mentales necesitan una redefinición que incluya el Síndrome de la Arrogancia en el elenco mundial de enfermedades mentales. Según Owen y otros muchos médicos del alma y del cuerpo, la inmensa mayoría de los políticos actuales están enfermos y casi la totalidad lo están después de una permanencia larga en los espacios del poder.
Muchos no lo reconocen, pero les aseguro, junto con Owen y muchos otros pensadores y analistas, que la verdadera clave de este mundo corrupto y lamentable que nos ha tocado vivir, donde pastores sin misericordia y sin valores explotan y hacen infelices a las ovejas y donde ellos procuran rodearse de privilegios y lujos que no merecen, es que estamos gobernados por enfermos.