No hace faltar ser un lince para darse cuenta de la necesidad tan patente en nuestros días: la recuperación de la ética del bien común diluida en el torbellino de la crisis económica y financiera. Puede que desviemos nuestra responsabilidad personal al pensar que, en definitiva, el bien común es un objetivo que deben buscar los legisladores o los poderes públicos en su conjunto. Pero ahí se juega también nuestro propio comportamiento social para evitar que el bien se confunda con el mal.

Esta ausencia de ética es la que nos hace caer en la tentación de confundir el pluralismo social, cultural, económico y político, con el egoísmo. Un ejemplo palpable de esta confusión es la expansión del llamado "pluralismo familiar" que contradice los bienes esenciales del matrimonio y de la familia que nace de la unión del varón y la mujer y donde tiene lugar el don de la vida, un principio sagrado e inviolable que hoy parece no ser reconocido.