Cada día más convencidos de que "la política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos" y ante la constancia de que los actuales partidos políticos y políticos profesionales son incapaces de solucionar los grandes problemas de la sociedad, muchos pensadores religiosos están deslizándose, cada día con más insistencia, hacia una tesis revolucionaria que algunos sospechan que está inspirada por el propio Papa Benedicto XVI: las iglesias y las religiones deben crear sus propios partidos políticos, entrar en los parlamentos y, desde el corazón de las democracias, luchar por un mundo mejor, moralizando la política y defendiendo directamente, sin intermediarios, las grandes ideas y valores religiosos y humanos.
Si esa tesis prosperara, sería la mayor revolución en en el ámbito de las relaciones entre religión y política desde los tiempos del emperador romano Constantino el Grande.
Dicen que el actual Papa, filósofo y muy sensible ante los ataques que están sufriendo los valores que fundamentan la cultura occidental por parte de unos políticos minados por el relativismo, la corrupción y la obsesión por controlar el poder, y sensible también al abandono y la indefensión que padecen los ciudadanos, estaría impulsando la entrada directa de las confesiones religiosas, especialmente de los católicos, en el escenario político, un movimiento cuya meta inmediata sería crear un partido religioso y utilizar los votos para sentar a personas de valores y principios sólidos, incluso a cardenales y obispos, en los parlamentos democráticos.
En realidad se trata de una redefinición de la famosa frase A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, interpretada por los poderosos de todos los tiempos como la necesidad de separar la Iglesia y la religión del poder temporal. Los estudiosos de la Iglesia se acercan a la conclusión de que los actuales concordatos han quedado desfasados porque no sirven para preservar la moral ni los valores ante la voracidad de los estados y deben ser sustituidos por una participación directa en la todopoderosa política.
Pero la situación crítica actual está obligando a muchos seres humanos preocupados por los valores y la moral a un nuevo planteamiento: ante la imposibilidad de que los políticos, cada día más ineptos, corruptos y obsesionados sólo por controlar el poder y por defender sus propios intereses y privilegios, defiendan, como es su deber, los grandes valores, las fuerzas religiosas deben asumir directamente el compromiso de mejorar el mundo y combatir las lacras y dramas de la Humanidad que los políticos parecen olvidar: desigualdad, injusticia, insegutridad, violencia, pobreza, hambre, etc.
Mis fuentes romanas me dicen que los defensores de esta tesis ya la sometieron al criterio del anterior pontífice, Juan Pablo II, que la vio con simpatía, pero a la que, quizás por falta de tiempo, no otorgó su aprobación final, aunque sí dio un fuerte impulso personal a todas las corrientes que implicaban una mayor participación de los cristianos en la vida pública.
Los que defienden una presencia física de los puntos de vista religiosos en los parlamentos lo hacen desde la creencia de que la crisis de la sociedad, causada, según la Iglesia, por el relativismo, sólo puede ser superada con una profunda inyección de ética y que las únicas instituciones que hoy poseen esa carga ética son muchas confesiones religiosas, entre ellas la Iglesia Católica.
Tras los muros vaticanos se está debatiendo con especial énfasis este asunto, que es ya uno de los temás dominantes en la Curia, donde sus defensores afirman que la existencia de un "Partido Católico" representaría una garantía para intervenir en asuntos de gran importancia, en los que los criterios de las masas religiosas no están siendo tenidos en cuenta por los políticos, como la legislación sobre los derechos humanos, la reproducción en laboratorios, la clonación, la eutanasia, la eugenesia, el testamento biológico y las parejas homosexuales, entre otros.
Pero el argumento más sólido en favor de una presencia de la gente de fe en los parlamentos es que la Humanidad necesita alcanzar con urgencia dos objetivos concretos: dignificar la política y la vida pública, hoy degradadas por la corrupción, la ineficiencia y el irrefrenable ansia de poder de los partidos y de los políticos profesionales, y conseguir más eficacia en la lucha contra los grandes problemas y lacras de la Humanidad, desde el deterioro imparable del medio ambiente al hambre, la violencia, la pobreza, la desigualdad, la guerra y el abandono en la ética, el diálogo entre culturas, la defensa de los grandes valores, etc.